miércoles, 6 de febrero de 2013

La capacidad de amar del ser humano: Rogelio Cabrera Lçopez, arzobispo


“Aunque yo repartiera en limosnas todos mis bienes y aunque me dejara quemar vivo, si no tengo amor, de nada me sirve”. (1 Cor 12, 31ss)

Mons. Rogelio Cabrera López

El amor es una de las grandes capacidades que tiene el ser humano. Sin amor, se vería condenado a la más nefasta situación. El amor se tiene que entender como entrega; quien lo hace, experimenta el amor verdadero. De ahí, que el egoísmo, contradice esta entrega que plenifica y explica el amor.
Una cosa es real, que tenemos la capacidad de amar. El amor además de ser una virtud teologal, es decir, que nos viene de Dios, también como toda virtud, tenemos que pedirla y esforzarnos por adquirirla.
Tenemos, pues, la capacidad de amar, esa es nuestra naturaleza. Sin embargo, el amor, tiene una doble dirección de reciprocidad, tenemos  la capacidad de amar y de dejarnos amar. Ambas, se necesitan para éste sea maduro.
Aprendemos a fortalecer la capacidad de amar en las relaciones con las personas. Ahí es donde aprendemos a salir de nosotros mismos, para fijarnos que existen los demás.
El compendio de la doctrina social de la Iglesia explica que: “El hombre está también en relación consigo mismo y puede reflexionar sobre sí mismo. La Sagrada Escritura habla a este respecto del corazón del hombre. El corazón designa precisamente la interioridad espiritual del hombre, es decir, cuanto lo distingue de cualquier otra criatura: Dios « ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el afán en sus corazones, sin que el hombre llegue a descubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin » (Qo 3,11). El corazón indica, en definitiva, las facultades espirituales propias del hombre, sus prerrogativas en cuanto creado a imagen de su  Creador: la razón, el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre. Cuando escucha la aspiración profunda de su corazón, todo hombre no puede dejar de hacer propias las palabras de verdad expresadas por San Agustín: « Tú lo estimulas para que encuentre deleite en tu alabanza; nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti». (114)
En efecto, el corazón se ha convertido en el símbolo del amor, el lugar donde el amor se fragua, por ello, también es un órgano vital, desde donde Dios nos habla y se manifiesta. Dios por amor ha creado, y por amor, nos pide que nos plenifiquemos, que seamos más personas. El pecado consiste en cerrarse al amor de Dios: “El misterio del pecado comporta una doble herida, la que el pecador abre en su propio flanco y en su relación con el prójimo. Por ello se puede hablar de pecado personal y social: todo pecado es personal bajo un aspecto; bajo otro aspecto, todo pecado es social, en cuanto tiene también consecuencias sociales. El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto de libertad de un hombre en particular, y no propiamente de un grupo o de una comunidad, pero a cada pecado se le puede atribuir indiscutiblemente el carácter de pecado social, teniendo en cuenta que « en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás ». No es, por tanto, legítima y aceptable una acepción del pecado social que, más o menos conscientemente, lleve a difuminar y casi a cancelar el elemento personal, para admitir sólo culpas y responsabilidades sociales. En el fondo de toda situación de pecado se encuentra siempre la persona que peca”. (117).
Tenemos la capacidad por la libertad de disponernos amar y dejarnos amar, sin embargo cuando actuamos en contra del amor incurrimos en el pecado. De ahí que el pecado consiste en decirle a Dios con los hechos que no queremos su amor. 

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