“Aunque
yo repartiera en limosnas todos mis bienes y aunque me dejara quemar vivo, si
no tengo amor, de nada me sirve”. (1 Cor 12, 31ss)
Mons.
Rogelio Cabrera López
El amor es una de las grandes capacidades
que tiene el ser humano. Sin amor, se vería condenado a la más nefasta
situación. El amor se tiene que entender como entrega; quien lo hace,
experimenta el amor verdadero. De ahí, que el egoísmo, contradice esta entrega
que plenifica y explica el amor.
Una cosa es real, que tenemos la capacidad
de amar. El amor además de ser una virtud teologal, es decir, que nos viene de
Dios, también como toda virtud, tenemos que pedirla y esforzarnos por
adquirirla.
Tenemos, pues, la capacidad de amar, esa es
nuestra naturaleza. Sin embargo, el amor, tiene una doble dirección de
reciprocidad, tenemos la capacidad de
amar y de dejarnos amar. Ambas, se necesitan para éste sea maduro.
Aprendemos a fortalecer la capacidad de
amar en las relaciones con las personas. Ahí es donde aprendemos a salir de
nosotros mismos, para fijarnos que existen los demás.
El
compendio de la doctrina social de la Iglesia explica que: “El hombre está también en relación consigo mismo y puede reflexionar
sobre sí mismo. La Sagrada Escritura habla a este respecto
del corazón del hombre. El
corazón designa precisamente la interioridad espiritual del
hombre, es decir, cuanto lo distingue de cualquier otra criatura: Dios « ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el
afán en sus corazones, sin que el hombre llegue a descubrir la
obra que Dios ha hecho de principio a fin » (Qo 3,11). El corazón indica, en definitiva, las facultades
espirituales propias del hombre, sus prerrogativas en cuanto creado a imagen de
su Creador: la razón, el discernimiento
del bien y del mal, la voluntad libre. Cuando escucha la aspiración profunda de
su corazón, todo hombre no puede dejar de hacer propias las palabras de verdad
expresadas por San Agustín: « Tú lo estimulas para que encuentre deleite en tu
alabanza; nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto
mientras no descanse en ti». (114)
En
efecto, el corazón se ha convertido en el símbolo del amor, el lugar donde el
amor se fragua, por ello, también es un órgano vital, desde donde Dios nos habla
y se manifiesta. Dios por amor ha creado, y por amor, nos pide que nos
plenifiquemos, que seamos más personas. El pecado consiste en cerrarse al amor
de Dios: “El misterio del pecado
comporta una doble herida, la que el pecador abre en su propio flanco y en su relación con el prójimo. Por ello se
puede hablar de pecado personal y social: todo pecado es personal bajo
un aspecto; bajo otro aspecto, todo pecado es social, en cuanto tiene también
consecuencias sociales. El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un
acto de la persona, porque es un acto de libertad de un hombre en particular, y
no propiamente de un grupo o de una comunidad, pero a cada pecado se le puede
atribuir indiscutiblemente el carácter de pecado social, teniendo en cuenta que
« en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real
y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás ». No
es, por tanto, legítima y aceptable una acepción del pecado social que, más o
menos conscientemente, lleve a difuminar y casi a cancelar el elemento
personal, para admitir sólo culpas y responsabilidades sociales. En el fondo de
toda situación de pecado se encuentra siempre la persona que peca”.
(117).
Tenemos
la capacidad por la libertad de disponernos amar y dejarnos amar, sin embargo
cuando actuamos en contra del amor incurrimos en el pecado. De ahí que el
pecado consiste en decirle a Dios con los hechos que no queremos su amor.
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