“En aquel tiempo, estaba Juan el Bautista con dos de sus discípulos, y fijando los ojos en Jesús, que pasaba, dijo: ‘Éste es el Cordero de Dios’. Los dos discípulos, al oír estas palabras, siguieron a Jesús. Él se volvió hacia ellos, y viendo que lo seguían, les preguntó: ‘¿Qué buscan?’ Ellos contestaron: ‘¿Dónde vives, Rabí?’ Él les dijo: ‘Vengan a ver’” Jn 1, 35-36
Mons. Rogelio Cabrera López
La pregunta crucial de todos los tiempos ¿qué busca el hombre? Porque de la respuesta se desprende su proceder, sus sentimientos y sus proyectos.
Sin duda que la respuesta concreta sería que el hombre busca la felicidad. El problema sería ¿dónde la busca?, ¿cómo la busca?, ¿en quién la busca?.
La felicidad no es algo que venga del exterior, nace en el interior de cada uno. Desde la fe, creemos que esta felicidad la encontramos al entrar en relación concreta y personal con Jesús. La felicidad es un don misterioso que llega a nosotros de modo inexplicable. Es también una actitud que asumimos en la vida, de tal modo que si alguien no quiere ser feliz, nada podrá motivarlo. Pero al mismo tiempo es una decisión que se demuestra en las acciones cotidianas.
Es el pecado y nuestra situación humana débil la que nos opaca esta búsqueda y tergiversa el camino.
Por esta razón el Papa Benedicto XVI en su Encíclica Caritas in veritate afirma al inicio del tercer capítulo que: “La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad. El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede —por decirlo con una expresión creyente— del pecado de los orígenes” (32).
Las limitantes de nuestra voluntad quedan evidentes cuando pretendiendo alcanzar un objetivo, no podemos lograrlo. La enseñanza tradicional de la Iglesia explica este hecho con la idea del pecado original, es decir, que los obstàculos a nuestra libertad tienen una raíz común a toda la humanidad desde el inicio de la humanidad: “La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres».(32)
Incluso en un campo de la vida social que parecería ser neutral como es la economía, también ahí repercuten las consecuencias del pecado original: “ Hace tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. Además, la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían. Como he afirmado en la Encíclica Spe salvi, se elimina así de la historia la esperanza cristiana, que no obstante es un poderoso recurso social al servicio del desarrollo humano integral, en la libertad y en la justicia” (34).
El antídoto ante las derrrotas humanas provocadas por la actuación inmoral de las personas es la búsqueda de la esperanza como puerta de la felicidad humana: “ La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la voluntad. Está ya presente en la fe, que la suscita. La caridad en la verdad se nutre de ella y, al mismo tiempo, la manifiesta. Al ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus expectativas para con nosotros. La verdad que, como la caridad es don, nos supera, como enseña San Agustín. Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha sido «dada». En efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano»” (34)
Haciendo el análisis profundo de este fragmento, nos damos cuenta de la urgente necesidad que tenemos de ponernos frente a la verdad para aclarar nuestras circunstancias y dudas. En la búsqueda de la felicidad que está la realización plena del ser humano.
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